Mala leche

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¿Desde cuándo el sabor a frutilla se hace sin frutilla, el chocolate no tiene cacao y los cereales del desayuno tienen de todo menos cereal? ¿De dónde salen los colores de las aguas saborizadas? ¿Cómo se perfuman las papas fritas? ¿Quién inventa los aditivos de nombres impronunciables y quién controla que sean seguros? ¿Lo son? ¿Por qué se habla del azúcar como el nuevo tabaco? ¿Cuán turbia puede ser la historia detrás de cada vaso de leche? ¿Comeríamos todo lo que comemos si pudiéramos responder estas preguntas?

 

Con bebés y niños como clientes predilectos, las grandes marcas parecen decididas a hacer de la comida una experiencia perfecta: práctica, rica hasta lo adictivo y libre de cualquier sospecha. Para lograrlo, cuentan con un arsenal imbatible de aromatizantes, colorantes, texturizantes, vitaminas agregadas, packagings rutilantes y miles de millones de dólares invertidos en publicidad. Todo parece diseñado para nuestra comodidad. Pero el precio que pagamos por comer sin saber es muy alto: la dieta actual se convirtió en el obstáculo más grande que deben sortear un niño para llegar sano a la adultez y un adulto a la vejez. La Organización Mundial de la Salud ya advierte sobre esta tragedia. Sin embargo, hay una industria que, a pesar de las evidencias, no parece dispuesta a dar un solo paso atrás. ¿Qué hacer entonces?

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